CARTA A MÍ MISMA
01.04.2014 12:05Acabo de regresar del camino que no tiene fin. Lo comencé en Roncesvalles, no importa cuándo, y aún me parece que sigo enlazando colinas y nombres, y lunas, perdida entre un polvo de luz y abismo, por donde avanza el tren de mis pasos, cansado, buscando el refugio más próximo o la risa más cálida, o el rincón más salvaje o más mágico donde parar un momento a observar otro sol que se asoma, otra herida en las nubes, o la última rosa cubierta de escarcha esperándome entre las sombras.
Aún, cuando cierro los ojos, se vuelve a formar de repente el extraño matiz de la niebla creciendo ante mí y vuelvo a enredarme en su tela de frío y misterio mientras mis ojos acechan, mis piernas caminan, mi mano pequeña, muy firme, sostiene el bordón. Me pregunto si alguna vez podré sacar de mí esos contornos helados, esas montañas cercanas entre las que me fundí errática, un paso, otro, otro, hasta dejarlas pequeñas al fondo, cambiadas por unas nuevas, tan seductoras, tan compañeras como las otras, pero distintas, con ese matiz diferente que hace a las cosas y a los seres indefinidamente esenciales.
Como tantos otros antes y después de mí, no sé por qué me embarqué en este extraño viaje, no sé por qué elegí caminar durante kilómetros cuando todo lo técnicamente imaginable y lo inimaginable ya estaba inventado. No sé con certeza a qué vino en mí ese proyecto medieval ni sé por qué aparecieron motivos, ni sé por qué, compañeros, y lo que más desconozco es cómo conseguí parar un día, cuando ya mi alma y mis piernas no querían otra cosa sino caminar, y alcanzada la meta propuesta, más triste que alegre, decidí desmadejar al fin aquel ovillo de pasos, quizás para asumir su verdadera razón. Y la encontré. A base de recuerdos comprendí que había destrozado mi antigua concepción de los espacios. El limitado horizonte terrestre había aumentado hasta el máximo para mí, hasta el punto en el que un hombre sabe que ha encontrado la consciencia de la medida exacta de un hombre. Perdida entre las cumbres y los valles, divisándolos, alcanzándolos y perdiéndolos, mi alma se volvió grande, mi cuerpo pequeño. Desde entonces puedo nombrar con veracidad la palabra “luz” y sé lo que estoy diciendo; antes no. Y puedo decir con consciencia plena “lluvia” y “noche” y “oscuridad” y “silencio”. Y puedo decir “el barro”, “la escarcha”, “el amanecer”… y sé de qué estoy hablando. Antes, juro que es cierto, no lo sabía.
Antes yo no sabía lo que era capaz de hacer y lo que me era imposible. Yo no sabía cómo sonaba mi voz ni cuánto moja la lluvia; cómo se secan los campos y cómo resurge la forma, el color y la luz sobre los castaños, la vid, los helechos, o sobre los ojos de mis amigos cuando atardece. No conocía la importancia del canto de un solo pájaro en el bosque, ni cuánto ilumina la luna, ni tampoco conocía la amplitud, ni la mañana ni el miedo. Tuve que atravesar caminando la frontera que me sacó de mis límites para poder conocer cuánto cuesta y qué fácil, conseguir lo inalcanzable. Y a fuerza de acostumbrarme a ver lejos reencontré con precisión lo más cercano. El propio son de mis pasos desvelaba el lenguaje de la Tierra. Mi propio lenguaje se revelaba con Ella.
Así se me fueron grabando en el alma los tristes pueblos de adobe, fantasmas dormidos al sol y las llanuras inmensas y rubias de Castilla, y los atardeceres de Palencia, tan rojos como una herida. Así se me grabó como un cuchillo la montaña mientras camino del Bierzo, ascendía a la Cruz de Hierro, y el bosque con sus besos húmedos, y el tremendo impacto de encontrar Galicia. Así se desnudó por mí en San Bol la noche, para enredarse en agua y en estrellas, y así desvaneció su sed de luz León, soñándola a través de sus vidrieras. Mientras, al otro lado Manjarín se hacía místico de tanta soledad y tanta belleza. Así se apareció Molinaseca de tanto desearla, así se apareció Atapuerca, San Martín y tantos, o aquella extraña casa en ruina en la llanura donde, perdida en medio de la noche y del espacio, me descubrí escalando en un castillo abandonado hacia el destierro.
Hoy me parece que no fuera cierto que yo estuve allí, rodeada por aquellos desconchones en las paredes y el techo, en medio de la estepa del camino donde le nombran “la muerte”, soñando resucitar sin saber aún muy bien por qué había ido. Cuántas veces he recordado aquella noche, como aquella en que en un alto de Ventosa me llamaba el viento, o en Ledigos las estrellas, o aquella otra en que la luna, inmensa y roja, emergió de entre las nubes para Alex y para mí, como un regalo veloz.
Guardo contornos en sombra de una extraña noche de convento atravesando un patio interior. El calor de la sonrisa de Jose. La arrolladora caricia de un rostro que no se quiere olvidar. Guardo el miedo en Roncesvalles, la tenue duda sobre si podría hacer lo que iba a hacer, aquel arco en corriente, mis amigas, sus rostros perpetuando una imagen más que seductora revueltos entre el polvo del camino. Maite. Dora. Olga. Los ciclistas. Cálidas sonrisas y cariño, fieles presencias y pasos caminando siempre cerca, Ponferrada, Sarria, nuestras bromas, nuestros ritos, nuestros cuidos, muy cerquita de los míos. Tan cercanos a mí y tan lejos. Porque aún cuando más los conocía y más me ataba a sus risas, sus voces, sus ojos, más se me enredaba el alma en todas partes y en mí misma y me volcaba tras una mariposa blanca o un helecho gigante o tras las ramas cargadas de fruto de los castaños, o se nos escapaba el tiempo al que perdíamos sin cesar tras los montes o los bosques o los ríos, dilatando enormemente nuestra senda para poder hacerla nuestra, aún más nuestra de lo que fue ni será nunca. Así nos colgábamos de los sauces o parábamos para comer bajo recuerdos viejos o sueños nuevos, en valles, entre arroyuelos, cantando, pensando en un sol al que invocábamos como meigas porque le amábamos más que a cualquier otra cosa en nuestro camino. Mientras el sol se grababa en mi cara y mis brazos, mis sellos crecían, y a fuerza de arrancarle moras a las zarzas, la lengua perduraba dulce, y la piel, arañada. Mi mente agolpaba recuerdos que solo en el paso del tiempo he logrado ordenar.
Guardo quizás para siempre la imagen de un jinete cabalgando en el horizonte de lado a lado al atardecer; guardo las puestas de sol, una a una, las gentes que me ayudaron, los rostros que en un momento tocaron mi corazón. Sus nombres son un ritual: Ángeles, Jose, Antonio, Ana, Rubén, y mis amigos canarios que me enseñaron lo hermosa que es la mañana. Con ellos llegué a Santiago. Con ellos, que brotaron en Galicia sobre una tarde de sol y vapores de incienso, y en torno a sus queimadas me fueron transformando en ángel y en alpispa.
Guardo un torbellino de recuerdos: Una mujer caminando bajo la lluvia. Un hogar abierto para mí. Un gato ante una fogata. Una ermita en la montaña. Una taza de café. Un canto antiguo de monjes. Un claustro. Una muchacha bailando frente a un espejo. Una fuente helada. Una iglesia románica. Una reunión de amigos. Una cena a la luz de las velas. Un místico despidiendo al sol. Una mirada llamándome entre la noche. Guardo el color naranja de muchos cielos. Un perro buscando mis caricias. La voz de Olga y la mía atravesando juntas el aire en nuestro particular laberinto de risas. El perfume de una rosa. El color dorado del sol. La luna de guía. Una flecha amarilla. El coraje. La lucha. El cariño. Las lágrimas de mi rostro resbalando lentamente hacia la tierra. La sed. El calor. El rocío. Unos molinos lejanos. La meta. Una pequeña y traviesa mariposa blanca revoloteando en la tarde sin despegarse de mí.
No quiero olvidar a Alejandro, el de Boadilla, que al pie de su fuente regala agua y piropos, ni a nuestros amigos primeros, que entre bollos y bocadillos nos daban hambre de ellos. Ni a mi dulce canario que conversaba con la mañana, ni a la sonrisa más bonita del mundo. Ni tantas cosas. Cómo no tocar aquello y perpetuarlo como si fuera un cuento de cristal, que no se rompa, que no se pierda una página, que no se olvide. Porque así podré saber que fue muy cierto que yo caminé por la niebla al amanecer, y atravesé un bosque de noche, deprisa, mis pasos a la par que muchos otros, como elfos que tuvieran una misión que cumplir o un tesoro secreto por descubrir. Así sabré que atravesé la estepa con el sol ardiendo, que me empapé de lluvia y ascendí en penumbra una montaña. Que me colé en el mundo de los duendes y como una heroína alcancé la deseada fortaleza de piedra y al trepar por ella, más allá, más arriba, más allá, siempre más arriba, me encontré con la sorpresa de que el codiciado tesoro que había que rescatar en el cuento era yo misma. Igual que en una antigua leyenda medieval el enigma se revelaba despacio y aparecía roto, disperso en pedazos que había que reunir y recomponer ya más tarde, cuando la niebla, el rocío, los bosques, los molinos lejanos, la tierra y yo, andábamos camuflados en la maraña difusa del limbo de siempre, de cada día.
Tuve que salir afuera, tuve que expandir mi voz y mi piel y hasta mi mirada, acostumbrarla a ver lejos y caminar, más allá, más arriba, siempre más allá, para meterme más dentro de mí, más allá, en mí, más dentro de mí, paso a paso más dentro de mí cuanto más lejana. Y así la antigua leyenda fue revelando su enigma guardado por tanto tiempo. En una fusión con el todo, como una experiencia mística, el viejo dios Pan se pintó para mí y me mostró su rostro un momento. Se abrió el paradigma espacial y esencial de todo cuanto poseo: Que fuera de este instante nada existe. En la irisada tela universal todo confluye. Que el tiempo tiene dos caras: andar deprisa, andar lento. Que el verdadero destino del hombre es avanzar y pararse a observar lo avanzado. Que el empeño y el esfuerzo traen a la magia. La belleza es todo cuanto anhelamos.
Se borrarán lentamente en mi memoria los paisajes, con el tiempo, los olores y los sabores que aún tengo tan vivos hoy: la luna anaranjada, el color violeta, los campos peinados por el rocío al amanecer… se borrarán lentamente los rostros de mis amigos: Rubén, con el alma de indio, Ángeles y su ternura, Miguel, Ana, Jose, al que encontré con el sol en la mirada. Se borrarán los esfuerzos, las voluntades, las risas, los sueños que conocí y me mostraron; se olvidarán los nombres y los matices, los datos y los porqués, los perfiles de aquel rostro moreno, aquella diminuta figura, aquel paso tan lento recortándose tenaz contra el horizonte, aquellas hermosas frases escuchadas junto al fuego o en los arroyos o el viento; podrá perderse la oscuridad de una casa o las palabras robadas o el frío, o el parco silencio de un tiempo que se inventó para no llorar o seguir soñando; las densas e intimistas horas del camino, tan locas, tan profundas, tan deseadas.
Podrá borrarse de mi recuerdo una inmensa mirada azul o una luna sangrante o un beso o cualquier cosa impactante por la sorpresa. Podré olvidar las salas que me acogieron, los pueblos que recorrí, los contornos, trayectos, colores y sombras, los pensamientos, podrán destruirse las iglesias y hasta borrarse el camino, podrá oscurecer en mi mente y dejar que se emborronen los matices, los momentos y permanezcan apenas como una rémora vislumbrada, disfrazada de hazaña o de aventura, da igual.
Igual dará saber que enloquecí o que lo he soñado, si nada ni nadie pueden romper ya la magia de lo vivido. Así digan mil veces los prácticos que fue un delirio, así digan los religiosos que fue incoherencia, así monte el comercio sus verbenas, o los necios hagan su ruido o los cobardes prediquen su letanía de burlas, así mueran de celos los envidiosos, o pongan nombres falsos o amontonen ruinas sobre mis sueños los ignorantes, porque nunca podrán destruir el matiz del impulso, ni la fusión de la nube, ni las montañas oscuras que vi, clavadas como un enigma bajo los ojos de Olga o de Miguel o de aquel caminante que luchó durante kilómetros.
Caminando encontré la belleza y me acostumbré a ella. Caminando la busqué y la poseí. Caminando metí todo aquello en el alma porque era yo la que quería meterlo en el alma. Porque fuera de este instante nada existe. En la irisada tela universal todo confluye. Su voluntad ignorada nos pertenece. Porque, digan lo que digan los más centrados, necesitamos la magia.
Caminando entendí que el hombre no es solo una pizca de polvo, un peregrino, un perfil diminuto. El hombre es una búsqueda constante hacia la belleza. Necesitamos la magia. Su corazón palpitante, más nuestro que nada, nos pertenece.